lunes, 5 de mayo de 2008

Él y las monedas

Érase una vez un economista disconforme y mediocre. Toda su vida se había pasado entre quejas y lamentos. Odiaba su trabajo aunque amara su profesión, era infeliz y apagado. Se había exiliado al fracaso por propia convicción.
Dos años atrás recibió una herencia cuantiosa. Desde ese entonces, vivía comodamente. Solo. En un departamento amplio en ese barrio caro, en el que únicamente viven los famosos de la televisión y los brillantes. El dinero le sobraba y la vida también. Sin embargo caminaba por los recovecos de la depresión.
Hasta que un día, una idea maravillosa penetró sus cabellos grisaceos y se le aferró a la neuronas con tal fortaleza, que aunque intentó perderla no hubo como. Cerca de la obsesión, el economista vio que la única salida para recuperar la tranquilidad perdida era poner en marcha el plan.
La noticia de todos los días era la escasez de monedas en el país. El problema era tal, que incluso había nacido un mercado negro que se alimentaba del infortunio financiero. El gobierno prometió más emisión, pero no llegaba nunca y conseguir "sencillo" se hacía cada vez más complicado.
Entonces, el economista ideó una nueva teoria de inflación. "Si faltan las monedas de diez centavos, si no queda ninguna... los precios se redondearían para arriba casi siempre", pensaba en voz alta.
Luego, parecía contestarle a alguna voz fantasmal que le pedía explicación: "Claro, por ejemplo, algo que sale 2,90 saldría ahora 3, porque no habría como dar cambio, lo mismo con algo que vale 2,85 que pasaría a costar 3 o en su defecto 2,75; lo que es difícil porque el comerciante no va a perder diez centavos pudiendo ganar quince más".
Charlando con su fantasma se convenció ferreamente de que su teoría era sobresaliente. Ahora había que buscar una forma de corroborarla.
De a poco, comenzó a juntar moneditas de diez centavos en tarritos de vidrio. Después en unos de galletas. Todas las noches, a las ocho, las contaba metódicamente. Calculaba el porcentaje de la cantidad total del país, que él poseía. Hacía anotaciones con el seño fruncido y la mirada preocupada. Con el dedo inquieto toqueteaba la calculadora hasta que el cansancio lo vencía. Comenzó a comprar monedas. Ahora las apilaba en bolsas de mil pesos, una arriba de otra. Tuvo que disponer de una habitación para la proeza. Pero meses después le quedó pequeña, y recurrió a otra.
Las bolsas pesaban kilos y kilos. La espalda del economista cedió y una joroba de cuento adornó su columna.
La crisis en el país provacada por miles de factores, se agudizó con la escasez. La gente andaba de mal humor, los medios de trasporte sólo aceptaban unos tickets que el gobierno inventó, los supermercados obligaban a los clientes a comprar exactamente lo que estaban dispuestos a pagar. Podía verse señoras con sus calculadoras en cualquier lado, hombres pensativos y ojerosos sacando cuentas infinitas y chicos tristes sin sus monedas de diez centavos.
El economista, feliz. Su teoría quedó demostrada. En su departamento, sólo cabía él y el televisor, que le informaba todos los días como seguían las cosas. El resto, era un laberinto inimaginable de monedas. Bolsas y bolsas. Millones y millones de pesos concentrado en cantidades espectaculares. Algo nunca visto.
El gobierno no entendía que pasaba. Las operaciones de inteligencia no encontraban respuestas. Es que a nadie nunca se le ocurriría tal demencia, excepto a un economista aburrido.
Sin poder detenerse, siguió juntando moneditas. Se dedicó al resto: de 5, de 25 y de 50. Después siguió por las de un peso.
Hasta que pasó lo inevitable.
Su departamento, alguna vez ordenado, se derrumbó sin tapujos. Un temblor sacudió a Buenos Aires y al barrio caro, ese donde viven los famosos de la televisión y los brillantes.
El economista fue la única víctima fatal. Murió con una sonrisa.

Por Laura Brizuela y Miracle Man

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