viernes, 2 de enero de 2009

Empanadas de difuntos


Allá por 1880, cuando el presidente Roca empezaba su mandato en el floreciente Estado argentino, una costumbre empezaba a aferrarse a la cotideanidad de los criollos. Nadie sabe bien aún como surgió pero lo cierto es que en los entierros, los familiares del muerto comían empanadas del difunto.
El procedimiento era como el que se lleva a cabo con una vaca: se cortaba una parte del cuerpo del muerto y con la carne se hacían las empanadas, que debían ser comidas en el velorio. Podían ir con papas o no, eso lo decidía la viuda o la madre.
La idea era que el muertito permaneza en el interior de los seres queridos, que entre lágrimas, sollozos y escándalos se tomaban literalmente el objetivo de la ceremonia.
Por supuesto, esto despertó una gran oposición por parte de los sectores más dispares de la pujante Argentina. Unos criticaban el acto por bárbaro, otros por moda y la gran mayoría por considerarlo indigno.
Pese a las criticas, la práctica se hacía cada vez más común. Y más y más empanadas de difuntos se comían. Hasta que en un velorio apareció la Donna y sus cantantes.
La Donna era una italiana de un metro setenta, una cintura de cincuenta centímetros, unos ojos verdes hipnotizantes y un carisma poco visto antes. Era dueña de una ferocidad para arreglar las cuentas que le valió de apodos que ella no reconocía, y era bien conocida por su habilidad con los cuchillos. Contaba con unos 20 años cuando se presentó al velorio de Juan Isidoro Peña Gomez, acompañada de tres de sus cuatro cantantes y dos bailarinas que también colaboraban en las cuerda vocales.
La Donna, de la cual no se sabe el nombre verdadero, manejaba negocios turbios con los saladeros y con los pequeños comerciantes extranjeros, también con algunos grandes terratenientes y se dice que hasta tuvo un romance con el propio General Roca. Le adjudicaban varios asesinatos y se decía que no existía en la ciudad, mujer más traicionera. Probablemente se haya magnificado el mito, pero era muy respetada.
La cuestión es que, cansada de esta estupidez de las empanadas de difuntos, decidió intervenir.
Como les decía, se presentó en el velorio: abrió las puertas de la iglesia con una brutalidad espectacular para luego caminar lenta y seductoramente hacía el primer banco.
Llevaba un vestido blanco como este papel, que se le ajustaba al cuerpo de una forma escandalosa. Las mujeres la miraban atónitas por lo desvergonzada y los hombres por lo deseable. Atrás de ella, sus cantantes la seguían como felinos amaestrados, negros como la noche, eran tres africanos con los pelos enormes y los cuerpos esculturales. Vestían unos trajes oscuros que no se distinguía si eran negros o azules. A su vez, detrás de los cantantes le seguían dos negras más, que tenían los labios grandes, las sonrisas resentidas y las cejas encurvadas todo el tiempo, como mostrando que ellas también tenían algo de eso que tenía su jefa.
Con ese séquito entró al recinto. El silencio era sólo interrumpido por sus pasos.
Cuando llegó al primer banco, se sentó al lado de la viuda del muerto, que mordisqueaba una empanada.

- A los veinte y tanto años, soltera. Eso es peligroso - le dijo la viuda.
- Es preferible a encontrarme comiendo empanadas de mi esposo.
- Es la costumbre.
- Entonces guardeme un pedazo, porque como amante merezco ser parte.

Y la viuda le escupió la cara a la Donna, que impasible se limpió y llamó a un negro, quien inmediatamente se le paró al lado. “Atendela”, le ordenó. El negro se llevó a la viuda que no paraba de patalear. Nadie intervino. Afuera de la iglesia le pegaron unos minutos. Desde allá entró corriendo otro de los negros y le dijo desencajado. “Se nos murió la viuda, está ahí tirada ¡no responde!”
La Donna se levantó y lo acuchilló al negro ahí mismo, manchando su vestido blanco de un pesado torrente de sangre. El hombre cayó al suelo al mismo tiempo que los presentes se quedaban inmóviles, impedidos por la desesperación y el miedo.
“Amigos, ahora tenemos dos cuerpos más. No sea que falten las empanadas”, dijo la Donna.


El escándalo fue tal que se borraron todos los registros de lo sucedido, los diarios que rápidamente se hicieron eco de la noticia fueron obligados por el gobierno a suprimir el hecho, lo único que quedó fue el rumor. Es por eso que hoy no está documentado. Sin embargo, lo cierto es que en ese día se terminó con la costumbre de las empanadas de difuntos.


Por Laura Brizuela

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Laura me re gustó el cuento! me gusta este tipo de relatos, están buenos y tienen su encanto.


bueno, en resumen me gusta el estilo.


nos vemos ellunes?

beso

Angel

Ancladas en la brisa dijo...

Ojalá que si! Besos periodísticos hasta que duren.

Laura.

Anónimo dijo...

Pasó de verdad? porque por esos años pasaban cosas extrañas.
Las leo con frecuencia, please, diganme si es verdad porque parece y me gustaría saber que onda.
Besos. soy Martin de San Martin. No se aceptan bromas.
Besos y feliz año nuevo!!!

Ancladas en la brisa dijo...

Hola Martín! Gracias por el comentario.
La verdad es que la verdad a veces no importa, sobre todo en estos casos.
Que bueno que te haya gustado la historia, ¡seguiremos escribiendo!
Saludos,

Laura.