domingo, 26 de abril de 2009

XXX

Lo miro desde un sillón alejado. Su belleza me transporta. Piel canela, brazos fuertes, piernas grandes y su miembro… hermoso. Ahí sentado, parece perderse en las telarañas de su mente. No me importa qué siente, ni qué piensa. Sólo quiero que sus dedos rocen despacio mi cuerpo, que dibujen su huella en mis pechos, que marquen por siempre mi sexo.

Sus ojos son feos, pero su mirada me penetra una y otra vez. Sus manos de artista son un híbrido. Me divierten y me asustan. Pero su lengua, cruel veneno, me desarma. La miro, la toco la lamo y me pierdo. Cómo no hacerlo. Su dulzura me atormenta.

Sus labios, carnosos, suaves, conocedores, me hipnotizan. Los imagino recorriendo mis espacios. Llenándome por instantes de placer, de dolor. La muerte quiere visitarme a cada segundo. Por mi que venga las veces que quiera, sólo quiero seguir tocándote, imaginándote, soñándote, mintiéndome.

Pienso en cada golpe que me da, cuando me ata de pies y manos y hace conmigo lo que desea. Cuando hala mi pelo con tanta fuerza que parece desprenderse. Y luego va dejando sus sellos en todo mi ser; algunos no se borran de la piel, otras del alma.

Sé que me hace daño, que destruye mi ser, que por días no puedo salir de casa curando mis heridas. Pero tu cuerpo es un imán. No me permite alejarme.

Ayer le conté las lágrimas que me saca, el dolor que provoca. Pareció no inmutarse. Le dije con un rostro duro que se vaya, que me deje para siempre, que me despierta asco. Él rió. Me tomó de la mano, me beso dulce los ojos, me llevó a su cama. Me ató sin permiso y me penetró hasta llegar. Durmió sobre mi espalda. No me desató. Ya despierto me beso en la boca. No preguntó si lo disfruté. Sólo se fue.



Por Manuela Carcelén Espinosa