Cuando aparecen siento morir del miedo. Ese terror paralizador se me cuela por la nariz, se me mete en la boca y no puedo hablar. Es tanta la desesperación que siento que la muerte me ronda cerca pero sólo para jugar conmigo, no tiene intención de matarme y su insistencia me asusta más porque se que quiere acercarme a la locura.
Son fantasmas o demonios retorcidos, no se. Se me vienen en sueños. Despierta los controlo más, pero dormida toman las formas más espeluznantes y perversas. Las caras – si las tienen – se les deforman, los gritos me hacen llorar y aunque no me visitan con frecuencia, cuando lo hacen se vengan por el abandono y me dejan traumada y sudada.
Es difícil controlar los sueños, pero se ve que el hartazgo empezó a ser corrosivo en mi miedo, y lo fue debilitando.
Ayer, los sufrí una vez más. Pero algo diferente pasó. Algo que me hace más fuerte y decidida. Algo que cuando desperté, pensé, era una buena señal.
Era entrada la madrugada, debían ser las tres. Dormía, claro. Sola, como en los últimos tiempos. Y comenzó la pesadilla.
Estaba en la casa de mi madre. Mi hogar feliz, donde todo es comprensión, cariño, saudades, y mamá. Pero las noche ahí tienen otros tintes. Se llena de esa gente, de muertos, de desconocidos. Aunque mi madre – especialmente – insista en que no pasa nada y me acaricie la frente como si tuviera ocho años, yo siento ese miedo, no tan paralizador despierta, pero no quiero dormir. Tengo miedo de dormir en esa casa.
En el sueño, volvía a estar allá, en mi cuarto que nadie ocupa durante el año, rodeada de armonía y olor a pan recién hecho. Todos reíamos de sandeces, y como si nada, cayó la noche, y con la misma rapidez, desaparecieron las personas que conmigo se reían.
Entonces recordé que me habían dicho que iban a ir al centro a cenar. Qué extraño que no quisiera ir. De todas formas, tranquila, empecé a cerrar la casa. Cantaba una de Marisa Monte:
Son fantasmas o demonios retorcidos, no se. Se me vienen en sueños. Despierta los controlo más, pero dormida toman las formas más espeluznantes y perversas. Las caras – si las tienen – se les deforman, los gritos me hacen llorar y aunque no me visitan con frecuencia, cuando lo hacen se vengan por el abandono y me dejan traumada y sudada.
Es difícil controlar los sueños, pero se ve que el hartazgo empezó a ser corrosivo en mi miedo, y lo fue debilitando.
Ayer, los sufrí una vez más. Pero algo diferente pasó. Algo que me hace más fuerte y decidida. Algo que cuando desperté, pensé, era una buena señal.
Era entrada la madrugada, debían ser las tres. Dormía, claro. Sola, como en los últimos tiempos. Y comenzó la pesadilla.
Estaba en la casa de mi madre. Mi hogar feliz, donde todo es comprensión, cariño, saudades, y mamá. Pero las noche ahí tienen otros tintes. Se llena de esa gente, de muertos, de desconocidos. Aunque mi madre – especialmente – insista en que no pasa nada y me acaricie la frente como si tuviera ocho años, yo siento ese miedo, no tan paralizador despierta, pero no quiero dormir. Tengo miedo de dormir en esa casa.
En el sueño, volvía a estar allá, en mi cuarto que nadie ocupa durante el año, rodeada de armonía y olor a pan recién hecho. Todos reíamos de sandeces, y como si nada, cayó la noche, y con la misma rapidez, desaparecieron las personas que conmigo se reían.
Entonces recordé que me habían dicho que iban a ir al centro a cenar. Qué extraño que no quisiera ir. De todas formas, tranquila, empecé a cerrar la casa. Cantaba una de Marisa Monte:
Bem leve leve… releve
quem pouse a pele
em cima de madeira
beira beira
quem dera mera mera
cadeira
mas breve breve… revele
vele vele
quem pese, dos pés a caveira
quem pouse a pele
em cima de madeira
beira beira
quem dera mera mera
cadeira
mas breve breve… revele
vele vele
quem pese, dos pés a caveira
Cantaba y como debe ser en un sueño, lo hacía maravillosamente. Finalmente recordé que el portón de afuera no estaba cerrado. Tal vez lo habían dejado así apropósito pero ya no eran horas para tentar a la suerte. Mas breve breve… revele.
Entonces se aparecieron en frente: los fantasmas. Dos viejas y luego viejos, sentados en unas sillas mecedoras, me miraban sin ojos, amenazantes y risueños. Listos para empezar con la tortura. Y el miedo empezó a tocarme, la respiración se agitaba, ellos permanecían sentados, esperando el ataque, mi voz comenzó a desvanecerse y en vez de llamar a dios, quería gritarles que se fueran, pero no tenía con qué. Empezaron a gritar, a provocarme, aunque todavía no se levantaban de sus sillas, que rechinaban historias de antaño, macabras.
Algún gesto, no se cúal, me irritó. Y la bronca le sacó lugar al terror. Comencé a querer gritarles. Todavía no hay voz. Se repitió el gesto estúpido. Y entonces, abrí el portón y tomé envión. Quería acogotarlos, destrozarlos, decirles que me dejen en paz, que ya se vayan, que me tienen harta, que los aborrezco, que son unos infelices y que yo no, que se vayan a la misma mierda.
Apenas crucé el portón, se levantaron de sus sillas y se transformaron en cosas más hediondas, pero ahora eran sólo eso, hediondos. La voz se me venía, ronca, volvía. Ellos se desesperaban, mientras daba cada paso. Y finalmente les grite: ¡Hijos de puta! Hijos de…
Mi propio grito me despertó. Eran las tres de la mañana y sentí que por fin aliviada, había ganado una gran batalla. Hoy me toca dormir de nuevo.
Por Laura Brizuela
Entonces se aparecieron en frente: los fantasmas. Dos viejas y luego viejos, sentados en unas sillas mecedoras, me miraban sin ojos, amenazantes y risueños. Listos para empezar con la tortura. Y el miedo empezó a tocarme, la respiración se agitaba, ellos permanecían sentados, esperando el ataque, mi voz comenzó a desvanecerse y en vez de llamar a dios, quería gritarles que se fueran, pero no tenía con qué. Empezaron a gritar, a provocarme, aunque todavía no se levantaban de sus sillas, que rechinaban historias de antaño, macabras.
Algún gesto, no se cúal, me irritó. Y la bronca le sacó lugar al terror. Comencé a querer gritarles. Todavía no hay voz. Se repitió el gesto estúpido. Y entonces, abrí el portón y tomé envión. Quería acogotarlos, destrozarlos, decirles que me dejen en paz, que ya se vayan, que me tienen harta, que los aborrezco, que son unos infelices y que yo no, que se vayan a la misma mierda.
Apenas crucé el portón, se levantaron de sus sillas y se transformaron en cosas más hediondas, pero ahora eran sólo eso, hediondos. La voz se me venía, ronca, volvía. Ellos se desesperaban, mientras daba cada paso. Y finalmente les grite: ¡Hijos de puta! Hijos de…
Mi propio grito me despertó. Eran las tres de la mañana y sentí que por fin aliviada, había ganado una gran batalla. Hoy me toca dormir de nuevo.
Por Laura Brizuela
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