
Llevaba varios días pensando en que podría escribir sobre Cuba, sobre Fidel Castro, sobre su historia, sobre mi vinculo con esta. Pero todas las ideas parecían un fracaso anticipado. Empecé a leer revistas, diarios, fragmentos de libros y nada servía para anclar en la brisa de mis pensamientos algo concreto que quisiera garabatear.
Tenía tanta información en mi cabeza que las luces se perdían en la niebla, y mi velero seguía sin rumbo. Hasta que, finalmente, llegó de golpe a mi mente uno destelló que quizás podría orientarme.
Relatar un recuerdo propio sería más íntimo, que el manuscrito de una lista de datos que tal vez la mayoría ya conocemos.
En 1988, Fidel visitó por segunda vez mi país natal, Ecuador. Yo para ese entonces tenía solamente siete años y de política no sabía más que lo que escuchaba en mi casa. Evidentemente eso no quiere decir, que entendía algo de ese complejo mundo.
Una tarde de ese año, no puedo recordar ni el día ni la hora, salí con mi madre para acompañarla a una de sus actividades personales. No sé si fue casualidad o no, pero pasamos frente a la embajada cubana en Quito.
Un grupo grande de personas estaba ahí afuera con banderas coreando palabras que no lograba descifrar. En ese momento mi madre parqueo el automóvil y sin decirme nada me llevó con ella hasta esa multitud.
A mi corta edad empecé a repetir con mucha emoción esos canticos. Recuerdo que el más recurrente era “Yankees no, Cuba sí”. Yo lo coreaba como sabiendo claramente a que se referían.
Estuvimos en las afueras de la embajada paradas no más de cinco minutos, hasta que de la puerta principal salió un hombre muy grande, de contextura ancha, un uniforme verde y barba pronunciada, como la de mi padre. Quizá por eso sentía simpatía por aquel individuo.
Todos los presentes se emocionaron aún más, y empezaron a gritar con más fuerza y más sentimiento que en los momentos anteriores a su aparición. “Viva Cuba, viva Fidel”, decían sin cesar.
Yo me quedé sin palabras. Su presencia era apabullante, su sonrisa carismática y su saludo se sentía como el de un buen amigo. Nada de eso logré decodificarlo en esa tarde. El tiempo me llevó a pensarlo así.
La intensidad del momento fue pasajera, porque el Comandante subió a un automóvil con los vidrios polarizados. Había por lo menos siete carros similares a ese, que partieron a velocidades inesperadas.
Yo me quedé con un sentimiento de satisfacción, sin saber por qué. Pero si sé que me gustó. Y en ese momento le pregunté a mi madre quién era ese señor al que tanto aclamaban. Ella contestó: “El presidente de Cuba, ¿recuerdas las fotos que te hemos mostrado en casa, y que te hemos hablado de su país?”
Desde ese momento supe quien era Fidel. Tuve la suerte de encontrarlo dos veces más en mi ciudad pero cuando yo ya tenía idea de que él era el personaje del siglo. Lo agradable es que mi emoción al verlo cada vez fue más placentera.
Por Manuela Carcelén Espinosa
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