miércoles, 5 de marzo de 2008

El tio João y su felpa de pocker

Cuando Antonio empezó a contarme de este hombre se le llenaban los ojos de lágrimas, hacía una pausa y obligaba a las atrevidas a que volvieran a su lugar. Se aclaraba la garganta y continuaba con el relato. Los demás comensales – eramos alrededor de diez – lo miraban atentos y cada tanto alguno asentía. La única que desconocía la história era yo, por lo que sentí que el relato estaba dedicado completamente hacía mi.

“El tio João ya estaba viejo. Le costaba subir hasta su departamento, por lo que nos pidió permiso a todos los vecinos para ver si lo podíamos dejar vivir en el garage del edifício. No había razón para negarnos. Allí había un baño, y un espacio amplio en el que él había dispuesto una cama, una televisión chiquita, una heladera y una cocina. Seguía conservando el suyo en el último piso y aún estando deshabitado no lo alquilaba porque no quería que nosotros pensáramos que él lucraba con eso. Yo, mil veces le dije que lo arrendara, pero el se negaba con una sonrisa. Él era tan amable y amoroso que sobresalía notablemente. Era muy querido. A la mañana hacía litros de café y a cada uno que iba bajando le daba una taza, a veces acompañada por algún pan de queso. 'O senhor quer um cafezinho?', decía mientras ya lo estaba sirviendo. Él fue el que inauguró los partidos de cartas, acá en el edificio. Si...”, contaba Antonio mientras sonreía, miraba para abajo y luego me volvía a ver en los ojos para continuar.

“Y también fue él, el que empezó a convocar a los vecinos de las otras calles. El hall estaba lleno de gente que se divertía y jugaba. Por medio del tio João conocimos a todos en el barrio. Aún se siente su ausencia 'com certeza...'
Un día, yo estaba en Joinville - una ciudad de Santa Catarina – haciendo unos trámites y vi en un negocio, una felpa verde que hacía de mantel. Me pareció un regalo genial para el tio João, ahí su mesa de juego iba a quedar más que presentable, como las de verdad, la de los casinos. En ese momento no la pude comprar, porque andaba con el tiempo muy justo y decidí que a la vuelta pasaría. Me olvidé totalmente y ya llegando a Capão da Canoa – la ciudad en la que veraneabamos – lo vi al viejito sentado en su silla. Me dio mucha ternura y le comenté que había visto esa felpa para él, que la próxima se la compraba sin falta. Él sonreía y me dijo que con gusto lo estrenaría un fin de semana.
Finalmente volví a Joinville, e inmediatamente pasé por el negocio a buscar el regalo del tio João. Después de elegirla minuciosamente, la guardé a esperas de entregarsela lo más rápido posible. Tan sólo imaginarme la cara del viejo me ponía feliz. ¡Estaba seguro de que le iba a encantar!
Sin embargo, cuando llegué al edificio, estaba una ambulancia en la puerta. El viejo decidió no vivir más y las 85 años se ahorcó en el garage. Dicen que los huesos le dolían tanto que no lo toleró, eso no era vida. Otros hablaban de una pelea con la familía y quien sabe cuantas versiones circularon.
La felpa está guardada en el garage, no me atrevo a usarla.”


Por Laura Brizuela

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