miércoles, 30 de abril de 2008

Feliz feliz en tu día!

Con tanta algarabía por el feriado de mañana, se me ocurrió compartir mi primera experiencia como trabajadora. Fue difícil, graciosa, un poco frustrante y finalmente bochornosa. O sea... nada fuera de lo común.
Yo tenía 16 dulces e inocentes años. Hacía meses que venía pidiendo en mi casa, que me dejen trabajar. Me enfermaba tener que maguear dinero a mis papás. La mesada que nos daban me duraba un fin de semana, y cuando me quejaba, mi padre salía rapidamente con su discurso de “hay que cuidar el dinero”.
Por eso, puse todo mi empeño en ser insoportable y conseguí el permiso. Inmediatamente compramos el diario. Mi madre y su café vigilaban mis marcas en los clasificados. Yo le preguntaba y ella se encargaba de desaprobar todas las propuestas, hasta que finalmente un mes después tuve la primera entrevista de mi vida.
Por supuesto me compré ropa para la ocasión, zapatos, fui a la peluquería, es decir estuve jugando al salón de belleza todo un día por una entrevista. Hoy me da risa.
Mi papá me llevó en el auto. El camino era largo, por que en esa época vivíamos en un country, cerca de Luján, a 70 kilómetros de la capital y la entrevista era en pleno microcentro. Sin embargo, mi pobre padre me llevó sin chistar, dándome consejos, repitiendome que yo sólo tenía que estudiar, etc, etc... Por mi lado, lo miraba de reojo sin darle mucha bolilla. Sólo tenía tiempo para imaginarme todo lo que iba a hacer con mi dinero.
La entrevista fue rápida. Me dieron un número al que tenía que llamar para ver si había sido seleccionada. Llamé y ¡quedé! Estaba feliz. Mis papás preocupados.
El primer dia, me fui mejor vestida que la vez anterior. Me habían dicho especificamente que tenía que tener “muy buena presencia” y así lo hice. Al entrar me sentí tan desubicada... Los pocos que estaban medianamente bien vestidos, tenían los zapatos gastados y la ropa mal combinada. Los demás estaban en zapatillas y con cara de culo.
Nos hicieron armar una ronda. Un tipo, al mejor estilo “pastor Gimenez”, se puso en el medio y cual secta nos dijo que teníamos que vender tantas cosas, que confiarámos en nosotros, que “hoy era nuestro día” y no se cuantas estupideces más. La gente se emocionaba y en cuanto él levantaba la voz, ellos aplaudían y vitoreaban. Diez minutos después nos repartieron unos arbolitos de navidad de treinta centímetros y nos echaron a la calle a venderlos.
Teníamos que trabajar en una ronda de cinco o seis manzanas, entrando a los negocios y convenciendo a los posibles compradores que necesitaban ese arbolito pedorro, que apenas salía cinco mugrientos pesos, de los cuales yo me ganaría uno.
Por supuesto a mi nadie me compró nada. A mi compañera -íbamos de a dos – le compraron, mínimo, diez arbolitos. Ella me explicaba, pero igual yo no vendía una bosta. Me quedaba conversando con la gente, les preguntaba cosas y charlábamos, pero de vender... Nada.
El segundo día, igual. Hasta que por pena, un viejito me compró uno. Mi felicidad duró tres segundos. Cuando vi la cara del señor, me dí cuenta que la joda me había salido cara. Entre almuerzo, golosinas, gaseosa y pavadas, había gastado cuarenta veces más de lo que había ganado. Me sentí una loser y renucié.
“Yo te lo dije”, fue la primera frase de mi mamá. Y me preguntó si me habían pagado mi sueldo por esos dos días. ¡Obviamente no! Era un peso más el porcentaje del sueldo fijo, que serían unos veinte pesos.
Llamé por insistencia de ella y me dijeron que a fin de mes pasara que me iban a pagar el mísero sueldo.
Mi madre se encabronó. Era una cuestión de honor.
Me llevó de las trenzas (en esa época era cool usar trenzas ¡sepanlo!) y se armó el quilombo. Me dieron los veinte pesos, y hasta ofrecieron darnos más, cuando mi mamá amenazó con denunciarlos.
Ella debe tener, sin saberlo, el récord de amenazas de demandas, juicios, todo.
Mis compañeros presenciaron el escándalo, algunos se reían nerviosos y otros cuchicheaban dramáticos: Yo, roja. Mi mamá, sacada. El pastor Gimenez, cagado en la patas. Mi papá,esperando afuera y yo, de nuevo, jurando y perjurando que nunca jamás iba a intentar vender nada.


Por Laura Brizuela

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