Si se pudieran contar la cantidad de manifiestos que existen en el mundo, creo que el infinito nos quedaría corto. Pareciera que a cada acción del ser humano, se crea un manifiesto a favor o en contra de la misma.
Entre tantos de estos hay uno que reivindica el slow food; con esto lo que se quiere hacer es dar una respuesta en contra de los efectos de la cultura de la comida industrial y rápida, que a estandarizado la producción y la oferta, y también ha nivelado y hegemonizado los sabores y los gustos.
La verdad es que no soy afecta a apoyar ni manifiestos ni palabras ni nada de este tipo, pero en este caso haré una excepción. No hay nada más desagradable que entrar a un lugar en el que se siente el olor al plástico, en el que se tiene que hacer una fila de dos horas, soportando la respiración en la nunca de los que están atrás de uno para, después de un rato, poder pedir cualquier combo que sino fuera porque difieren en el número se los podría considerar exactamente iguales.
Además de esta desagradable combinación hay un efecto más que se une a esta cadena de insatisfacciones: quien te atiende.
Pobres aquellos que tienen que estar detrás de ese mostrador diabólico repitiendo un discurso que prácticamente no les permite ni pensar. ¿Será de ellos el reino de los cielos?
Frente a ese ser humano con cara de destrucción y sombrerito estúpido, uno se para y dice: “hola, me das el co….” Y sin mayor sentido de la lógica interrumpen la frase para decir: “por tan sólo 3, 68 pesos puede agradar su combo con papas fritas gigantes y bebida más grande aún”.
Uno se queda atónito. Ese personaje de mirada desconcertante ni si quiera sabe lo que uno quiere y ¡ya le está ofreciendo más! Además si estoy pidiendo algo, es porque eso quiero ni más grande ni más chico sino así como está.
Uno respira profundo, pidiendo paciencia. No acepta la propuesta. Pero debe quedarse esperando que la orden realizada por un micrófono, inentendible para el oído de cualquier común, se preparé en algo así como diez minutos.
Las bandejas en las que uno debe llevar su comida envuelta en un papel del que no se sabe ni su procedencia ni su camino recorrido, son más mugrientas que el mismo riachuelo.
Hay que hacer de tripas, corazón; cerrar los ojos y deglutir esa comida que no proyecta mayor sabor que el de un cartón frito. Obviamente la incomodidad es un factor que no podía faltar. Uno debe sentarse en esas extrañas y nada placenteras sillas que incitan a pararse y ¡correeer!
He tenido esta experiencia en pocas ocasiones. No me es posible visitar esos lugares.
Y por eso apoyo a quienes pretenden generar un momento de placer a la hora de comer. Quiero que el sabor de cada alimento que consumo se sienta y que la solución no sea ponerle mayonesa, kétchup y mostaza… ¡menos aún salsa golf!
Me uno al manifiesto slow food aunque mi panza, cómoda en una silla como la gente, atendida por un mesero medianamente amable, y un olor que muy poco se parece al plástico, se retuerza del hambre por un tiempo más.
1 comentario:
awante 'comida lenta'!!!!
ya veo que el Imperio estadunidense exportó su 'revolución alimentária' mantenendo igual "calidad" de servicios a todos los países q se compran a esa idea.
no importa quien sea o donde sea, vas a comer siempre plástico en estos lugares.
y para mi lo peor de comer en lugares como 'el gran M' es que poco despues de 20 minutos ya toy con hambre otra vez, o sea, no sirve ni para eso,,,
si pudiera volver a los tiempos de niño para ser de nuevo un adepto del 'abuela's food', seria perfecto. jeje
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