Los días pasaban lentos pero seguros. Pensaban que se afirmaban más a la vida.
Los desconciertos, los altos, los bajos, las escaleras chinas y las rayuelas les parecían simplemente necesidades que animaban la existencia.
Una tarde sentada en una vereda pasaron frente a mí, divirtiéndose como adolescentes a la salida del colegio. Su mirada se clavo en mi ser. Me puse nerviosa y el color subió rápido y sin vergüenza a mi rostro. Ellos, los días, se burlaron. Yo recurrí a la famosa técnica de hacerse el tonto o la tonta.
No me funcionó.
Se acercaron a mí.
Me hablaron de prisa, me contaron sus tiempos, sus notas y sus armonías.
Yo sólo quería que se fueran, que no notaran que estaba descansando; que desaparecer fuera una opción.
Pero ellos llegaban sin pedir permiso, simplemente se sentaban junto a mí y me compartían una cerveza y un cigarrillo. En un principio me negaba, después asumí que mi suerte ya estaba echada.
Las charlas eran cada vez más intensas, más penetrantes. Me hacían recordar épocas de mi primera, segundo, tercera, cuarta y actual infancia que había borrado con o sin intención.
Me conocen mucho, pensaba, incluso quizás mejor que yo misma.
Hoy me vinieron a visitar de nuevo. Esta vez fue con una sonrisa diferente. Un gesto amable, un espacio luminoso, un segundo de respiro.
Que divertido fue verlas bailar un cha cha cha para mí; me lo dedicaron y después de la última nota me dijeron: ¡nos vemos por la noche!
Por Manuela Carcelén Espinosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario