
Siempre fui papelonera. Sin embargo, mi adolescencia fue – sin dudas - el momento de mayor esplendor. Siempre torpe y con la misma cara de pocker. A cada rato me tropezaba, me caía y me reía a carcajadas. Mis rodillas eran un mapa monumental de mis diabluras y mis hermanas confidentes de diversiones.
Hasta que como hija mayor, y en pos de dar el ejemplo, desee ser mujer.
Me cansé de ser tratada como una infanta más y decidí que era tiempo de cambiar. Era necesario que el mundo se diera cuenta de que la niña había quedado atrás.Era hora de que yo empezara a tener voz y voto. Entonces, que mejor que tener senos que dejaran en claro mi adultez.
Tenía 12 años y dos meses cuando mi madre me regaló el primer corpiño. En vano, porque no había nada con que rellenar las tazas. Pero yo estaba feliz.
- Yo creo que en marzo, los voy a tener igual que mamá – le decía hecha la sabionda a mi hermana, mientras me auto palpaba los pechos.
- ¿Te parece? Sólo faltan dos meses para marzo. ¿En dos meses las vas a tener igual que mamá? – preguntaba Cecilia, como si una verdad se le estuviera siendo revelada.
- Claro, Ce. Es así, vos no lo sabés porque sos muy chiquita. Pero yo ya sé.
- Si yo tengo un año menos que vos y vos todavía no sos señorita…
- ¿Y qué tiene que ver? Una lo siente. Cuando es grande. Pero vos, todavía sos chica.
Nos pasábamos horas y días hablando del tema y practicando besos con la mano.
La realidad demostró que pasarían varios años hasta que tuviera senos como los de mi madre. Pero yo no podía esperar, así es que mientras estaba en la clase de inglés, se me ocurrió la solución a mis problemas: ¡papel higiénico!
Yo se que hoy no parece muy original, pero en ese momento, la consideré una idea estupenda y por Dios que no la había copiado de ningún lado.
La cuestión es que procedí a poner en práctica la nueva técnica. No era nada fácil al principio. Sin embargo, con el tiempo me hice una experta y mis compañeras empezaron a notar mi crecimiento. Los chicos me miraban confundidos y mi papá resignado.
Yo me sentía en el paraíso. Comencé a maquillarme a escondidas y usaba las medias finas de mi madre, que se hacía la boba y no decía nada.
Pero un día, un terrible día para mi autoestima, sucedió. “La mentira tiene patas cortas”, dicen por ahí. Les juro que es verdad: cortas y crueles.
Me acuerdo que hacía calor. Estábamos en la clase de gimnasia, saltando los caballetes. Era mi turno y allí fui. Me concentré, tomé velocidad y salté. Fue perfecto.
Escuché los aplausos. Les digo que había sido un salto perfecto. Y de repente, el silencio.
Miré a la profesora y a mis compañeros. Estaban mudos y miraban mi escote, del cual salían rollos de papel higiénico, blancos y graciosos, saludando a quien quisiera ver.
Salí corriendo hacía el baño, mientras intentaba guardarlos en su guarida. Las risa resonaban por todo el gimnasio y mi vergüenza se materializó en lágrimas.
Luego de un par de horas de estar en el baño, decidida a morir ahí mismo, escuché la voz de mi mamá.
- Hija, vamos. No pasa nada, vamos ya.
- Ma, no puedo salir, ni volver. ¿Sabés lo que pasó?
- Si y en dos días nadie se va a acordar.
- Pero tengo que pasar por esos dos días.
- M’hija querida… Vas a tener que pasar por tantas cosas, que te prometo que esto es una anécdota más para uno de tus libros.
Y me convenció. Ese día, a los doce años, escribí en mi diario personal “El peor día de mi vida”. Y ayer mientras me mudaba encontré ese diario, después de dos décadas.
Ví la letra infantil, los dibujos y la frase final: “Dice mi mamá que esto debería escribirlo”.
Por Laura Brizuela.
1 comentario:
mas alla de lo gracioso que es el post, me parecio muy tierno el final, me gusta :)
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