Treinta líneas

En treinta líneas podría escribir frases como en un día de invierno me levanté pensando que los grises eran sombras de los pecados de los dioses. O también podría referirme a autores que inundaron mi alma, como Rafael Chaparro Madiedo. Me gusta el olor al vodka con las flores. Me gusta ese olor a las mañanas cuando Amarilla llega de una fiesta llena de sudores y humos y me dice hola Pink y yo digo mierda, esta Amarilla es cosa seria, nunca duerme, nunca come, nunca descansa, que vaina, que cosa tan seria.
Cinco párrafos me alcanzarían para fingir que estoy contando una historia con personajes, escenarios, guión, música de fondo, colores, olores y luces. Quizás en realidad lo que estaría haciendo es jugar con palabras sin un fin ni un principio.
También podría hacer una especie de diario íntimo en donde redactaría sin pudor mis miedos, mis ambiciones, mis miserias, mi ser. Empezaría a contar detalles simples como que soy mujer y tengo 27 años; que en mis textos impregno lo más oscuro de mí y que anhelo crear un mundo de expulsiones internas. Sin duda, intentaría describir mis espacios, mis silencios.
Me costaría dejar de lado mis tristezas, que al plasmarlas se volverían parte de este duelo que hacemos todos cada día. Quizás podría intentar narrar un cuento con tintes alegres, esperanzadores, pero el final sería el de siempre. Opaco.
Haría anotaciones escuetas para un interminable monologo de ideologías, tal vez, caducas pero alimenticias para mi cabeza, que no deja de añorar lo que nunca vivió.
Pero tenía que escribir treinta líneas de lo que sea. Podía ser una receta, una noticia, un relato. Yo elegí simplemente cumplir con la consigna: lo que sea.

Por Manuela Carcelén Espinosa