Mari no sabía si aceptar la invitación o no. Tenía un mal presentimiento. Es que compartir tiempo con él implicaba provocaciones, sutiles disputas.
Frente a la puerta y cerca de tocar el timbre, dudó más de una vez. Bueno ya vine; ahora entro, pensó mientras se daba ánimos para dar ese paso.
Cuando él le sirvió una cerveza y le presentó a los demás, se sintió cómoda. No fue tan terrible como se imaginaba; sin embargo, los miedos seguían rondando su cabeza.
La comida pasaba, pero el alcohol lo hacía con mayor velocidad. El humo del cigarrillo empezaba a pasearse. Iba curioso por cada una de las habitaciones. Mari le hacía muecas para que dejara de meterse en donde no le correspondía, pero no servía de nada.
Las conversaciones como siempre se relacionaban con cosas simples, sin desarrollo, sin contenido pero por lo menos eran cómicas. Se fue relajando. Se dejo ser. Se dejo estar.
Su sonrisa iba demostrando que estaba pasando un buen rato, a pesar de que se sentía observada, analizada, cuestionada.
¿Cuántas cervezas puedes tomar?, le preguntó uno de los invitados. Qué te importa, pensó ella pero en realidad contestó: No sé, algunas.
Mientras esos cuerpos reían y opinaban de todo y de nada, Mari sonreía silenciosa. Junto a ella estaba un chico que parecía estar un poco perdido. Se sintió identificada y comenzó a conversar con él. Le recordaba en algo a su hermano.
Por momentos se divirtieron. En otros se dedicaron a escuchar a los demás o quizás contar alguna historia para sentirse incluídos.
Ya pasadas algunas horas Mari abrió un vino. Tremendo error. Ese fue el pretexto para recibir un cargamento de quejas, agresiones y cuasi insultos de más de uno de los presentes. Ella pensaba: será que no se puede fumar y chupar en paz. Para qué carajo me invitan a algún lugar, si les jode como soy. Así que arremetió contra los agresores. Dijo muchas groserías, bien merecidas. Y entre un alboroto de escupitajos agarró su bolso; se fue sin decir adiós.
En su camino a casa, iba puteando entre dientes. El chico que estaba sentado atrás de ella en el colectivo la miraba extrañado. Pero sin pudor intervino en el diálogo interno de Mari. Sorprendida y todavía enojada, empezó a contarle el mal rato que había pasado.
Se bajaron en la misma parada, quién sabe si fue una casualidad. La acompañó hasta la puerta de su casa y ella lo invitó a pasar. Abrieron un vino. Fumaron un porro. Jugaron con sus manos. Se divirtieron. Para ella quienes se quedaron en esa casa, se ahogaron.
Por Manuela Carcelén Espinosa
Frente a la puerta y cerca de tocar el timbre, dudó más de una vez. Bueno ya vine; ahora entro, pensó mientras se daba ánimos para dar ese paso.
Cuando él le sirvió una cerveza y le presentó a los demás, se sintió cómoda. No fue tan terrible como se imaginaba; sin embargo, los miedos seguían rondando su cabeza.
La comida pasaba, pero el alcohol lo hacía con mayor velocidad. El humo del cigarrillo empezaba a pasearse. Iba curioso por cada una de las habitaciones. Mari le hacía muecas para que dejara de meterse en donde no le correspondía, pero no servía de nada.
Las conversaciones como siempre se relacionaban con cosas simples, sin desarrollo, sin contenido pero por lo menos eran cómicas. Se fue relajando. Se dejo ser. Se dejo estar.
Su sonrisa iba demostrando que estaba pasando un buen rato, a pesar de que se sentía observada, analizada, cuestionada.
¿Cuántas cervezas puedes tomar?, le preguntó uno de los invitados. Qué te importa, pensó ella pero en realidad contestó: No sé, algunas.
Mientras esos cuerpos reían y opinaban de todo y de nada, Mari sonreía silenciosa. Junto a ella estaba un chico que parecía estar un poco perdido. Se sintió identificada y comenzó a conversar con él. Le recordaba en algo a su hermano.
Por momentos se divirtieron. En otros se dedicaron a escuchar a los demás o quizás contar alguna historia para sentirse incluídos.
Ya pasadas algunas horas Mari abrió un vino. Tremendo error. Ese fue el pretexto para recibir un cargamento de quejas, agresiones y cuasi insultos de más de uno de los presentes. Ella pensaba: será que no se puede fumar y chupar en paz. Para qué carajo me invitan a algún lugar, si les jode como soy. Así que arremetió contra los agresores. Dijo muchas groserías, bien merecidas. Y entre un alboroto de escupitajos agarró su bolso; se fue sin decir adiós.
En su camino a casa, iba puteando entre dientes. El chico que estaba sentado atrás de ella en el colectivo la miraba extrañado. Pero sin pudor intervino en el diálogo interno de Mari. Sorprendida y todavía enojada, empezó a contarle el mal rato que había pasado.
Se bajaron en la misma parada, quién sabe si fue una casualidad. La acompañó hasta la puerta de su casa y ella lo invitó a pasar. Abrieron un vino. Fumaron un porro. Jugaron con sus manos. Se divirtieron. Para ella quienes se quedaron en esa casa, se ahogaron.
Por Manuela Carcelén Espinosa
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