viernes, 12 de diciembre de 2008

Diez minutos, una eternidad


El dolor le duró 10 minutos. Quizás menos porque lo sintió solamente en el camino de regreso a casa, o, bueno, eso era lo que pensaba ella.
En la parada del bus sentía que por dentro hervía algo que le quemaba la piel. Desesperada, a través de sus ojos, quería que él la entendiera; quería que la besara, que la abrazara, que subiera y bajara, que la amara y despertaran juntos como para sentir que existe un después.
Pero él se mostraba excesivamente indiferente; ni si quiera respondía ante los intentos de Claudia de rozar su mano fuerte. Esquivaba las miradas y fingía estar perdido en los números de los colectivos; parecía que su único deseo era que ella se fuera para siempre.
Claudia, desconcertada, hacía muecas, caras, gestos, movimientos sutiles para sentir su piel. Se preguntaba las razones de la extraña actitud de César, maldito vagabundo. No se podía responder. Pero si ayer jugaba con mi rostro, si me dibujaba peces en todo el cuerpo, si decía que nuestro humor era único, particular, pensaba ella.
César esa noche no fue tan cruel como otras, pero ahí empezó su carrera de desplantes. Ella lo supo desde un principio. Pero se resistía. No quería aceptar que lo efímero de ese amor había sido así tan efimero, tan tremendo y desolador.
En otras oportunidades se volvieron a ver, no porque lo hubieran pactado sino porque el destino es brutal. Hablaban tranquilos, reían y se decían cosas tontas. Pero por dentro Claudia iba destruyendo cada una de sus esperanzas, cada uno de sus deseos ocultos, esos que no cuenta nunca y jamás aceptaría si alguien se lo insinuara. Ella sentía como, despacio, un roedor le iba carcomiendo sus órganos, lástima que aquel animal había empezado por el corazón.
Ahora llora de vez en cuando, sobre todo cuando ha tomado mucho. Claudia pensó que su dolor solo duró 10 minutos; no se dio cuenta que sería eterno, que las ganas de amar se las habían quitado sin aviso previo, que sus intentos de retomar cualquier cosa parecida a una pareja fueron extirpados y lanzados a un mar putrefacto.
Su bagaje mundano de los hombres comenzó nuevamente, justo cuando él decidió, sin ninguna explicación, dejarla atrás.

Por Manuela Carcelén Espinosa

1 comentario:

Anónimo dijo...

não gostei,, doeu demais.