domingo, 22 de marzo de 2009

La llorona

Alquilaba sus lágrimas para los entierros. Por unos pocos reales, Erlene lloraba la angustia que el muerto merecía y los familiares no tenían. Le habría gustado ser actriz pero la vida le dio otra opción. Su trabajo era llorar tan convincentemente a un desconocido que el cielo olvidaría sin más los pecados del difunto.
Logró ser tan buena en su oficio que a los pocos meses su fama creció tanto que tuvo que mudarse de pueblo. No era bueno para el negocio que todo el mundo supiera la verdad.
Cuando llegaba a un nuevo lugar, siempre yendo de la mano del sol hacia el sur, iba a algún entierro y allí hablaba con quien debía. Era un don encontrar a esa persona y siempre creyó tener buena suerte. Después de unos meses de trabajo, volvía a partir. Rio de Janeiro todavía estaba muy lejos.
Desde muy chica soñaba con triunfar en la televisión. Ser la estrella principal de esas novelas maravillosas que Brasil exportaba al mundo entero. Soñaba con que la gente la parara en la calle, le pidiera atención y miles de autógrafos, que los de su pueblo dijeran: “É! A Erlene era daqui mesmo e ela conseguiu ser a melhor”. Imaginaba diálogos entre esas vecinas envidiosas que no hicieron nada de la vida, salvo tener hijos. Se relamía con sólo pensar que José le suplicaría una nueva oportunidad, le pediría perdón por haberla dejado sola con un hijo en ese nordeste tan caliente e ingrato. En su cabeza estaban las mejores conversaciones, y claro, las mejores líneas eran las de ella.
Erlene fantaseaba cómo le diría a José que ya lo había perdonado pero que por ser una estrella de la Globo no podrían volver a estar juntos, pese al amor que él juraba. A donde se vio una actriz así como Erlene mezclándose con gente del interior como José.
Y en ese momento recordaba su rostro: sus perfectas facciones, sus pestañas, su sonrisa y esos labios que tantas veces besó. José. ¿Por qué el amor se llama José? ¿Por qué se tuvo que ir? ¿Por qué no se dio cuenta de que ella era lo más importante para él? Maldijo al servicio militar. Volvía a su memoria el abandono seguido por la rabia.
Se prometió una vez más, triunfar. Después de todo nadie lloraba y reía mejor que ella. “Pena que nadie busca risas en los funerales”, pensaba.
Finalmente consiguió un nuevo encargo.
Luego de tres días en ese pueblo, una señora muy creyente le pidió que llorara a un don que no tenía familiares ni conocidos, y ella fue.
Lloró una hora seguida al infeliz. Una vez acabada la tarea, limpió su pollera y se levantó. Allí vio el nombre de su amado José en la lápida. Entonces lloró por décadas en la misma tumba, olvidándose de su futuro estrellato. Ya no tenía sentido triunfar en la televisión.


Por Laura Brizuela.

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