No sé ni quién me pegó. Sólo sentí un golpe seco en mi cráneo, como si un bate me lo partiera. Caí desplomado contra el cemento. Con los ojos abiertos y sin entender nada de lo que pasaba, la sangre caliente comenzó a recorrer toda mi cabeza y formar un charco que mojaba mi cara. No podía moverme. Las pupilas se iban voluntarias hacia atrás… la mirada se quedó en blanco.
Un puntapié se coló justo en la boca del estómago. Mi cuerpo se retorció y quedó tendido hacia unas luces enceguecedoras cubriendo todo el espacio. El aire empezó a faltar. La conciencia estaba en un punto que no sabía si lo perdía todo o todavía podía jugar un poco más. Algunas lágrimas comenzaron a recorrer mi rostro, estaba quedando quizás como un maricón, un poco hombre. Pero no podía controlarlas. Llevaba horas de maltrato y mi única respuesta fue la de un niño que ya no puede más y el miedo le hace anhelar los brazos de su madre.
La recordé. Cuando era niño me llevaba de la mano por las calles. Mientras hacía sus tareas y actividades yo, en cambio, hacía el papel de sombra. No me despegaba de ella. Cuando soltaba su mano, sólo por unos segundos, yo la pegaba a mi nariz y la olía hasta que mi madre volviera. Tenía un aroma particular, igual que el de sus piernas. Ese mismo olor y esa misma sensación la disfrutaba cuando ponía mi cabeza en su regazo y ella jugaba con mi pelo.
Una vez estábamos en un centro comercial, no recuerdo por qué ni para qué. Era distraído; por lo general me perdía en cosas tontas o sin utilidad. Mi madre miraba unas joyas baratas y yo estaba jugando con un papel que encontré en el piso. Cuando regresé a mirar, ya no estaba. Volteé a todas partes y no había ni un solo rastro de ella. Desesperado comencé a sentir como en el pecho se me abría una grieta, me faltaba la respiración y las lágrimas comenzaron a correr. Así como hoy.
Un golpe en las costillas hizo que me encogiera como lombriz. Animal desagradable, en eso me estaba convirtiendo. En un ser que se arrastra y del que no sabes nada, menos si siente o no. Ni si quiera es capaz de emitir un sonido que indique que está pasando en su interior. Supongo que mi estado era tan lamentable que quien me estuviera agrediendo, dejó de hacerlo. Me quedé tendido en el piso frío.
El cuerpo entero me temblaba. No convulsionaba, pero se sentía igual a cuando sales de un río helado y no tienes con qué abrigarte.
De pronto una mano acarició mi frente. La limpió de la sangre, tierra, sudor. Obvio no era la mano de mi madre, pero lo sentí así. En ese instante me desmayé.
Volví a despertar. Estaba en una cama. Las paredes del cuarto tenían postales de todo el mundo. La ventana estaba cubierta por unas telas gruesas de color violeta. Y sólo una luz baja al fondo del dormitorio alumbraba el lugar.
Entraste y yo no podía ni hablar. Me diste agua sin preguntar. Me acomodaste el pelo, sonreíste y volviste a salir. Ese día sentí paz. No sabía quién eras, ni quién podías llegar a ser pero sólo recuerdo que sentí paz.
Por Manuela Carcelén Espinosa
Un puntapié se coló justo en la boca del estómago. Mi cuerpo se retorció y quedó tendido hacia unas luces enceguecedoras cubriendo todo el espacio. El aire empezó a faltar. La conciencia estaba en un punto que no sabía si lo perdía todo o todavía podía jugar un poco más. Algunas lágrimas comenzaron a recorrer mi rostro, estaba quedando quizás como un maricón, un poco hombre. Pero no podía controlarlas. Llevaba horas de maltrato y mi única respuesta fue la de un niño que ya no puede más y el miedo le hace anhelar los brazos de su madre.
La recordé. Cuando era niño me llevaba de la mano por las calles. Mientras hacía sus tareas y actividades yo, en cambio, hacía el papel de sombra. No me despegaba de ella. Cuando soltaba su mano, sólo por unos segundos, yo la pegaba a mi nariz y la olía hasta que mi madre volviera. Tenía un aroma particular, igual que el de sus piernas. Ese mismo olor y esa misma sensación la disfrutaba cuando ponía mi cabeza en su regazo y ella jugaba con mi pelo.
Una vez estábamos en un centro comercial, no recuerdo por qué ni para qué. Era distraído; por lo general me perdía en cosas tontas o sin utilidad. Mi madre miraba unas joyas baratas y yo estaba jugando con un papel que encontré en el piso. Cuando regresé a mirar, ya no estaba. Volteé a todas partes y no había ni un solo rastro de ella. Desesperado comencé a sentir como en el pecho se me abría una grieta, me faltaba la respiración y las lágrimas comenzaron a correr. Así como hoy.
Un golpe en las costillas hizo que me encogiera como lombriz. Animal desagradable, en eso me estaba convirtiendo. En un ser que se arrastra y del que no sabes nada, menos si siente o no. Ni si quiera es capaz de emitir un sonido que indique que está pasando en su interior. Supongo que mi estado era tan lamentable que quien me estuviera agrediendo, dejó de hacerlo. Me quedé tendido en el piso frío.
El cuerpo entero me temblaba. No convulsionaba, pero se sentía igual a cuando sales de un río helado y no tienes con qué abrigarte.
De pronto una mano acarició mi frente. La limpió de la sangre, tierra, sudor. Obvio no era la mano de mi madre, pero lo sentí así. En ese instante me desmayé.
Volví a despertar. Estaba en una cama. Las paredes del cuarto tenían postales de todo el mundo. La ventana estaba cubierta por unas telas gruesas de color violeta. Y sólo una luz baja al fondo del dormitorio alumbraba el lugar.
Entraste y yo no podía ni hablar. Me diste agua sin preguntar. Me acomodaste el pelo, sonreíste y volviste a salir. Ese día sentí paz. No sabía quién eras, ni quién podías llegar a ser pero sólo recuerdo que sentí paz.
Por Manuela Carcelén Espinosa
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