sábado, 6 de junio de 2009

¡Es mi cumpleaños!


Siempre me encantó celebrar mi cumpleaños. Si ya de por sí uno festeja cada pavada ¿cuánto más debemos homenajearnos con la venida de otro año y la ida del anterior? Además es un momento en el que - al menos yo – exijo atención total, sorpresas y agasajos para mí sola. Simplemente porque es cumpleaños. Me convierto en la persona más demandante y amorosa de la tierra y le saco el jugo a ese día como a ningún otro.

Cuando era chica, esperaba que me trajeran el desayuno a la cama, que yo dictaminara que iba a almorzar la familia, y mi mamá se esmeraba en hacer mis comidas preferidas. A la tarde yo decía a donde íbamos a pasear. A la noche, la torta y los regalos. Después el fin de semana, los amigos venían y jugábamos horas a las escondidas, carreritas, gritábamos, saltábamos. Y de nuevo torta y regalos. Éramos felices sin tiempo.

De adolescente la cerveza empezaba a ser fiel compañera y los juegos cambiaban. Pero nunca dejaba de esperar mi cumple.

Sin embargo, cuando tenía 16 años, conocí a un chico que por ser un aparente frío intelectual consideraba que mi anhelo por esas fiestas era nada más que la representación estúpida de mi inmadurez. Tan convencido lo decía, que comencé a creer en sus palabras. Sobre todo cuando contaba que su propio cumpleaños no sólo no lo festejaba, sino que le molestaba que lo saluden. “Me pone de mal humor”, decía.
Así todos esos días pasaban como uno más en su vida.

Yo quedé impresionada. Ese pensamiento – entre otros – me pareció digno de un duque, de un ser que no soporta nimiedades, de un ser humano fuerte y de carácter que está para otras cosas y que no pierde tiempo con especulaciones ni preparativos sin sentidos.

Quise ser como él e hice la prueba.

Cuando faltaba un mes para el que en otras épocas había sido mi tan ansiado cumpleaños, mi mamá me preguntó que pensaba hacer ese año. Entonces le repetí férreamente mis nuevas convicciones y luego de haberle dicho que ya no festejaría esas cosas, me senté en la computadora a escribir.

La familia aceptó mi nueva regla entre susurros y ojos abiertos. “Esta chica nos salió rara Marta”, lo escuché a mi papá decirle a mi madre.

Me sentía dueña de mí y de mis decisiones.

Llegó el día y no me trajeron el desayuno, almorzamos algo al pasar, me saludaron escuetamente y cada uno volvió a sus actividades de siempre. Fue un jueves cualquiera.
El fin de semana pasó como cualquier otro y lejos de sentirme tan dueña de mí, como había creído, me sentí sola, triste y abandonada.

Lloré en el cuarto media hora, hasta que entró mi mamá. Se sentó a mi lado, me dio un beso en la frente, me acarició y me dijo una sola frase que hoy la recordé:

“Nunca dejes de ser vos por una filosofía comprada”



Por Laura Brizuela

2 comentarios:

mayra dijo...

felicidades atrasada!
que buen blog :) y que interesante manera de hablar de los cumpleaños.
saludos!

Ancladas en la brisa dijo...

Muchas gracias! Pasearemos por el tuyo.
Saludos y bienvenida!