Todo era tan oscuro como el silencio. Las horas pasaban y él no podía salir de ese cuarto cargado de malestar, desde donde no veía nada más allá de las paredes. Era como una caja sin ventanas, sin puertas ni aire. Un espacio que no permitía entrar a la felicidad. Sólo lágrimas se escuchaban caer. A pesar de que no podía ver ni sus manos, con ellas mismas buscaba entre la tierra un hueco, una suerte de esperanza.
Los días pasaban y nada cambiaba, claro que para él el tiempo no existía. Tanto daba una hora o cien años. Sin la luz, cómo iba a poder sentir el paso del dios del castigo. Pero por una extraña razón no perdía la esperanza; quería saber que algún día saldría de ahí, que en cualquier momento sus manos se cruzarían con una especie de hendidura en la que cavaría hasta llegar al otro lado del mundo.
A veces desfallecía. Caía ante el mal, ante la frustración. Pero esa pequeña y dulce voz, que sonaba en su cabeza, le impedía llegar hasta el fondo y no levantarse nunca más. Respiraba, se tragaba su orgullo, se ponía en marcha.
Un de esos días en los que la sonrisa cuesta, metió la mano en la tierra. No buscaba nada más que sentir la calidez de la naturaleza muerta, no había nada más en ese lugar. Y sin pensarlo su brazo se hundió hasta el codo. Pegó un salto, se golpeó la cabeza y fue a parar nuevamente al piso. Empezó a cavar y vio a lo lejos un rasgo de luz, un sueño cercano.
Continuó con su trabajo desesperado y sin parar ni un minuto, iba lanzando la tierra hacia los lados. El orificio se hacía cada vez más grande, no tanto como para salir, pero si para mirar lo que pasaba en el mundo exterior. Por un momento sus ojos se lastimaron y no le permitieron ver ni blancos ni negros, mucho menos colores. Pero esa fuerza interior venció a la claridad. Distinguió un rojo, algo verde y unos destellos rosa. No podía creerlo. No quería aceptar que una paleta de pasteles si abría ante él.
Pero finalmente y sin miedo vio que a lo lejos las flores volvían a salir.
Por Manuela Carcelén Espinosa
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