Yo la veía desde un taxi. Hacía un análisis completo. Ella ni si quiera notaba que yo existía, mucho menos que la observaba. Por un minuto nuestras miradas se cruzaron, no sé si ella lo notó.
El tráfico ayudó a seguir desglosando detalles. Estaba mojada a causa del aguacero que había caído pocas horas antes y fumaba un cigarrillo de mala calidad, supongo que con el afán de calentarse. Si la vista no me juega en contra, un sucio y arrugado Full Speed era lo que llevaba a su boca. Sin embargo, lo hacía como las adolescentes que no tragan el humo y sólo realizan una simulación para sentirse mayores. Quise imaginar su vida.
Lo primero que vino a mi mente fue que era una puta, de las baratas, de las que se ganan el pan con el cuerpo, en vez de alcanzar una casa con piscina, ropa de marca, fiestas todos los días, cuerpos de plástico. Pensé en eso, por su mirada y por la forma en la que estaba parada. La vestimenta también me inducía. Traía puesto un jean con bordados brillantes en los costados, una camiseta cortita y algo escotada. Sobre eso un saco viejo y deshilachado hacía las de cobija, dudo que funcionara de algo. Sus pies pequeños, con dedos gruesos y empeine tosco, sobresalían por unas sandalias de plástico negro, que parecían soportar el peso del cansancio.
Finalmente el taxi empezó a moverse pero no por mucho. Unos pocos metros más allá, el chofer inútil chocó contra la parte trasera de un auto de lujo, de esos que sólo mirarlos cuesta un poco más que un ojo de la cara. Yo salí ileso pero, por supuesto, mi viaje terminó en esa esquina.
Entre insultos de unos y otros salí y miré nuevamente a la mujer. Esta vez ella sí notó mi presencia. Se acercó y me preguntó si todo estaba bien. Me sentí algo invadido, así que respondí un frio y distante sí. Tenía algo de vergüenza de que alguien nos viera conversando juntos, no suelo cruzarme con gente así. Cuando termine esa frase pensé: gente cómo.
Me di media vuelta, quería huir, me intimido su acercamiento. No te asuste niño, me dijo, sólo quiero saber si te pasó algo, nada más que eso. La sensación seguía presente, pero tenía que responder para no quedar como un patán o como un pelele. No, nada de eso le dije, pero tengo apuro. Entonces apúrate a tu lugar, respondió. Oye morena fresqueate, tampoco tienes que lanzarme piedras porque no tengo tiempo, dije.
Así comenzó todo. Después de tanta palabra la invité a tomar un café. Fuimos a un lugar cercano, pero oculto. Las ventanas estaban polarizadas, los precios eran razonables. No lo elegimos, el destino nos llevó allá. Empecé a preguntar cosas simples, indagar algo de su vida, pero la respuesta fue negativa. No quería que sepa nada de ella, prefería conversar de cosas del momento y no boberías de días que no se recuerdan. Le pedí su número telefónico pero no me lo quiso dar, prefirió anotar el mío para ella buscarme.
Terminó su café, me agradeció y se fue. ¿Volverá? Me gustaría mucho, su fealdad tiene misterio y su personalidad tiene algo de belleza, no sabría como descubrirla aún.
Pasaban los días y ella no aparecía. Estaba muy inquieto, quería que me llamara pero la sensación de necesidad me hacía sentir como un estúpido. Ocupaba mi tiempo en cualquier cosa, en salir al parque a no hacer nada, en trabajar mis dibujos mal hechos, en investigar sobre cualquier tema inútil como que el magnesio es necesario para mantener un equilibrio corporal y mental. En una página de Internet decía que es el mejor aliado de las mujeres, porque ayuda en los periodos premenstruales y en la menopausia. Será que está en uno de esos días y por eso no da señales de vida, me preguntaba. Pero a las putas no les importa estar con el período. Quizás no sea… cómo no va ha ser. Las semanas pasaban así que mi hipótesis no era probable ni comprobable.
Un día tururú, tururú, tururú, sonó mi teléfono. No pensé que sería ella, ya había pasado mucho tiempo. Aló, dije y del otro lado alguien contestó: soy yo, la chica que conociste después de chocarte en el taxi. Cómo estás, pregunté algo nervioso. Todo en orden, sabes que no he podido llamarte porque tuve unos días difíciles. ¿Qué te pasó? Si me preguntas cosas que no te importan, cierro. No, niña, tranquila sólo es la costumbre. Bueno ¿quieres que nos veamos? ¿Dónde y a qué hora? A las seis en el mismo café.
Yo llegué unos minutos antes de lo pactado. Quería saber si antes de estar conmigo, estaría con alguien o si vendría en taxi o en un bus o si pensaría varias veces antes de entrar al lugar o, no sé, si haría algo que la delataría. Los minutos pasaban y la muchacha del color del azúcar no aparecía. Empecé a asustarme. Y si no venía y si me tenía otra vez esperando semanas por dos minutos de escuchar su voz. Maldita sea, seguro es una puta y quiere comprobar que tengo dinero para pagar.
Por la ventana vi que, Azúcar, así la bauticé, caminaba desde la esquina. Todas las ideas anteriores se fueron. Qué idiota soy, pensé.
Entró, y casi sin buscar, me encontró con la mirada. Se acercó, me pidió disculpas por la demora, había tenido un contratiempo. Nada del otro mundo. Esta vez no pregunté nada, quizás si decía algo imprudente se iría. Bueno y cómo has estado, dije. Todo bien, con algunos apuros, especialmente de plata, pero por lo demás, todo bien. Se pidió un café con whisky, yo preferí quitarle el café y ponerle hielos al mío. Le ofrecí un Full Speed. No tienes alguno que no sepa tan mal, me preguntó. Pero si eso fumas, respondí. Hizo un gesto de molestia, de todas maneras lo tomó.
Luego empezó a hacer una especie de interrogatorio, preguntó por mi edad, mi nombre, mi trabajo, mi domicilio, etc. De cierta forma, me sentí en una entrevista de trabajo y quería impresionar, mostrar que era transparente. Así que contesté todas sus preguntas. Iluso. Cuando yo intentaba hacer lo mismo, Azúcar simplemente cambiaba de tema. Me contaba historias que evidentemente eran inventadas. Quería saberse fina y delicada, pero ni de casualidad podía llegar a eso. Yo no le discutía, ni le decía que no hacía falta que me mienta, que de todas formas tenía ganas de llevarla a la cama, así fea como era. Pero se me adelantó, después de dos horas me dijo: quieres que vayamos a tu casa, tengo ganas de hacer algunas cosas contigo. No dudé, pagué la cuenta, paré un taxi y casi sin respirar ya estábamos en mi departamento.
Le ofrecí alguna bebida, eligió vino. De un solo bocado se terminó su copa, yo hice lo mismo, aunque me dolía desperdiciarlo así. Se acercó y comenzó a acariciar mi rostro, su mano bajó por mi pecho que palpitaba y llegó hasta mi miembro. Me ericé. Intenté besarla pero no me dejó. Quería hacer todo el trabajo. Agarró mis manos y las pasó por todo su ser, lugares inhóspitos que no suelo visitar en cuerpos de otras mujeres. Me quitó toda la ropa, hizo lo mismo con la suya. Solo se dejó el brasier, pero las tetas estaban por afuera. Yo temblaba. Siguió jugando conmigo, quería llegar al orgasmo pero obvio que no iba a quedar como un mediocre. Qué pensaría si en menos de diez minutos terminaba. Ella bajó y comenzó a chupármelo. Esa boca de simio me hizo vibrar al primer contacto. Los dientes chuecos no favorecían su labor, pero sin duda tenía experiencia en el tema. Quería hacerle lo mismo, no me dejaba. Me estaba sometiendo a sus antojos, pero sólo yo recibía las caricias. Me empujó contra un sillón, se sentó sobre mí y se introdujo todo mi ser. Puf, qué placer. Con el movimiento de su pelvis logré sentir hasta el fondo de su sexo. Una, dos, tres. No puedo terminar, se burlará de mí. Respira. No puedo más. Oye voy a llegar, dije. Has lo que quieras, dijo. Eso hice, la empecé a presionar hacia mí con fuerza, creo que le dolía pero no se quejó. En un suspiro todo acabó.
Azúcar se salió. Se vistió y me dijo sin titubear: son 50 dólares. ¿Qué?, susurré. Que me des 50 dólares, ya me tengo que ir. Pero, intenté. Me paré, se los di.
Antes de salir me dijo: Cuando vuelva a requerir de tus servicios, yo te llamo. Beso.
¿Volverá?
Por Manuela Carcelén Espinosa
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