Mi piel se eriza como la de un gato, no tengo siete vidas. Se entumecen los músculos, se pierden los sentidos. Por mi brazo derecho se pasean hormigas, el dolor va in crecendo. El corazón no da tregua.
Estoy casi ciega. Me golpeo contra las patas de las sillas y mesas que se cruzan frente a mí. La piel blancuzca se pigmenta: el violeta y el rojo predominan; y la baldosa, fría, es testigo de lo que está pasando. Ella recibe las gotas de mi sudor, de mi aliento. El stereo dispara lamentos que se me van calando.
El mareo me gana la batalla, me transforma en acuarela. No quiero una caída abrupta. Me pego a la pared y decaigo. Despacio, me arrastro hacia una alfombra, necesito calentarme, cubrirme de algo que me mienta calidez. La felpa me reconforta y no sé cómo salir de ese pastizal. Llevo a mi boca un trago más de lo que tengo en la botella, no recuerdo qué es. Trato de incorporarme. Babas amarillentas ensucian mi rostro. Sigo luchando.
Miro hacia el baño y su cuerpo sigue ahí tendido. Sus brazos están cubiertos de sangre, los ojos entreabiertos me confunden. Siento que me mira, que me juzga.
Lo perdí, ahora sí lo perdí.
Me calaste hondo. Y ahora me dueles.
Por Manuela Carcelén Espinosa
Me calaste hondo. Y ahora me dueles.
Por Manuela Carcelén Espinosa
2 comentarios:
Con la escena que planteas, me calaste hondo...
*me encantó el final manu... me gustó mucho... también me calaste hondo.
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