viernes, 12 de octubre de 2007

Fuertes aguas del alma

Nos conquistaron desde la panza

En las faldas del Guagua Pichincha, que es cuidado y protegido por el Rucu, se asienta una ciudad que trae consigo leyenda, cultura, diversidad y un aura difícilmente comparable con otras.
Quito guarda en sus rincones tradición y costumbres, que la enriquecieron gracias al mestizaje que comenzó tras la trágica y desangradora conquista española.
Esa mezcla racial, que se puede observar en los rasgos, en los gestos, en los movimientos, en la música, en el arte pero sobre todo en la piel, es una ventaja que no muchos tienen.
Los capitalinos, al igual que todo el resto de ecuatorianos, mantienen una relación muy estrecha con la comida. Más no con cualquier plato, sino con aquellos que son típicos y por ende únicos.
No importa ni la clase social ni la situación económica, cuando llega la hora de comprar un mote sucio, unos chochos con tostado, una fritada, que por supuesto tienen que tener mucho ají.
En las puertas de las universidades, de las oficinas, en los parques, y hasta en cualquier esquina están sentadas siempre esas mujeres que alegran el mediodía de sus conciudadanos.
Faldas de colores opacos que les llegan hasta un poco más abajo de las rodillas, blusas bordadas, ponchos o chalinas, y alpargatas o zapatos plásticos, son parte del atuendo más común entre estas señoras.
Arriba de ese vestuario, que se repite en todas las cuadras, las seños, como se las conoce allí, se ponen un delantal con grandes bolsillos donde suelen guardar el dinero y una peinilla.
El cabello lacio y negro siempre esta atando como una larga trenza que les llega hasta la cintura, y que nunca se mueve de ahí. Nadie las ha visto con el pelo más largo, ni más corto. ¿Será que por las noches antes de dormir cortan un milímetro exacto de su melena?
Por vivir en la mitad del mundo, el sol, sobre todo el del mediodía, lastima su piel oscura, que con el paso de los años empieza a mostrar las marcas.
Sentadas en las veredas, tienen a su costado dos canastos de mimbre tapados con un plástico y un mantel. Dentro de ellos están guardados los manjares más exquisitos que se puedan degustar.
A tan solo cincuenta centavitos uno puede comprarles a estas señoras la felicidad momentánea, pero en la memoria eterna.
Cuando la ciudad empieza a despertar, ellas ya llevan horas de arduo trabajo. Se levantan en la madrugada a preparar enormes cantidades de comida, que, al término del día se habrán vendido por completo.
En el lomo, ayudadas por unas chalinas llevan sus canastos, se instalan en los locales imaginarios que tienen en toda la ciudad.
Los locales no cuentan ni con un mesón, ni una caja registradora, ni una pequeña cocina; pero sí tienen un paisaje urbano lleno de tráfico, gente corriendo y estrés.
A pesar de esos inconvenientes, ellas tienen la suerte, como el resto de quiteños, de ser cobijados por aquellas hermosas e imponentes montañas, acogidos por las históricas iglesias y envueltos por las leyendas.
Aunque por las noches salen las ratas, se puede ver a la capital ecuatoriana en su mayor esplendor y compararla incluso con un pesebre.
Las señitos están siempre alertas, porque los municipales, cuando un superior está cerca, tienen que sacarlas de las calles y en el peor de los casos confiscar sus productos.
Ese trabajo no es fácil para nadie, porque estas mujeres saben defenderse y pelear con quien se les ponga enfrente; en la mayoría de los casos salen victoriosas, sobre todo por su fuerza y sus mañas.
Sus hijos pequeños siempre están cerca, jugando con algún cartón vacío y alguna pelota de colores muy llamativos.
Estos niños, que se crían en la calle, están siempre dispuestos a acudir a los pedidos de sus madres, que suelen solicitarles que vayan a cambiar un billete en la tienda más cercana para poder dar el vuelto a sus clientes.
Los gritos van y vienen: "Apurate ve, si no quieres que te vaya a buscar yo" les dicen a sus guaguas, mientras que a los clientes con una voz más sutil y amigable les piden paciencia porque ya mismo regresan con el dinero.
Ayudadas por un cucharón sirven en una bolsa el mote, los chochos o lo que se le ofrezca al usuario; por supuesto, siempre regalan una yapa.
Con las mismas manos, sin lavar y sin guantes, cobran, sirven, limpian y ensucian todo cuanto está a su alrededor.
Entre las seis y las siete de la tarde, el sol empieza a esconderse tras el Pichincha, y los colores del cielo van cambiando en tan solo un par de minutos.
El celeste claro va perdiendo su forma y el negro profundo se impone. Las primeras estrellas ya se pueden divisar.
A esa hora aquellas mujeres comienzan a empacar sus escasos utensilios, para emprender el camino a casa, y así terminar un día más de trabajo.

Por Manuela Carcelén Espinosa

1 comentario:

Cisterna Rota dijo...

Todos los mediodías son la apertura del final, los primeros destellos de la agonía que se entrevé con cada respiración. Los nombres y as costumbres cambian, pero la melancolía queda, como un fluido un poco pútrifdo un poco cósmico.Me gusta el sonido que aparece en mi cerebro cuando leo guagua, más allá de su significado, oculto para mi miopía, me lleva a lugares otra familiares y ahora extraños. Extraño hasta de uno mismo. Guagua