Como me había pateado de la peor forma, siempre tuve la fantasía de encontrarmelo en algún lugar, así de repente, de la forma más inesperada, mientras yo estaba absolutamente despapanante, acabada de salir de la peluquería, vestida para matar y derrochando felicidad.
Verdaderamente invertí horas y horas imaginandome su expresión al verme. Hacía, creaba y recreaba los dialogos. A veces le mostraba lo feliz que estaba con mi nuevo novio “Si, nos vamos a casar” o “Si, ya vivimos juntos” o “Si, ya se que yo nunca quise convivir antes de casarme, pero él es tan diferente” y cada tanto exageraba con una frase como “Si, ¡estamos esperando nuestro segundo bebe!”
Mi bronca con este individuo era tal que en mis historias mentales, él me pedía perdón por no haberme valorado, por haberme dejado. Se arrodillaba, lloraba y me ofrecía la vida y el alma en detrimento de un poco de compasión.
Y yo, con actitud de buena samaritana, le explicaba que ya había pasado nuestro momento, que la vida sigue y que no me interesaba más. Sin embargo, le decía que podía llamarme para conversar, para ver como estaba. Y de última tomar un café.
Y asi pasaron los años.
Sin embargo, ayer fue el día. Yo salía del trabajo y como en las novelas baratas, se me cayeron unos cuadernos y el buen ciudadano que se prestó a hacer de caballero, era él.
Yo me debo haber desfigurado y el no pudo más que reirse.
- Hay que andar con cuidados por estas calles... Las veredas viste lo que son. - me dijo, como si nos hubieramos viste ayer.
- Hola ¿como andás? - terminé de agarrar mis cosas y me quedé parada cual momia, apretando los cuadernos contra mi pecho, para que no se me vuelen de nuevo. “Mmm... no estoy despapanante”, pensé.
- ¡Bien, muy bien! Vine a Buenos Aires por las vacaciones, me vuelvo en dos semanas. Que gusto encontrarte. ¿Estás apurada, querés tomar un café?
La posibilidad allí estaba. Me sonreía con esa expresión que tanto me había encantado antes. Siempre feliz, sin mayores problemas y seguro de sí mismo. Estaba igual. Igual de atractivo, igual de interesante, igual de pícaro. La que había cambiado era yo.
Me reí. Y decliné la invitación. Lo único que me urgía era llamarla a mi amiga para contarle lo que había pasado.
Verdaderamente invertí horas y horas imaginandome su expresión al verme. Hacía, creaba y recreaba los dialogos. A veces le mostraba lo feliz que estaba con mi nuevo novio “Si, nos vamos a casar” o “Si, ya vivimos juntos” o “Si, ya se que yo nunca quise convivir antes de casarme, pero él es tan diferente” y cada tanto exageraba con una frase como “Si, ¡estamos esperando nuestro segundo bebe!”
Mi bronca con este individuo era tal que en mis historias mentales, él me pedía perdón por no haberme valorado, por haberme dejado. Se arrodillaba, lloraba y me ofrecía la vida y el alma en detrimento de un poco de compasión.
Y yo, con actitud de buena samaritana, le explicaba que ya había pasado nuestro momento, que la vida sigue y que no me interesaba más. Sin embargo, le decía que podía llamarme para conversar, para ver como estaba. Y de última tomar un café.
Y asi pasaron los años.
Sin embargo, ayer fue el día. Yo salía del trabajo y como en las novelas baratas, se me cayeron unos cuadernos y el buen ciudadano que se prestó a hacer de caballero, era él.
Yo me debo haber desfigurado y el no pudo más que reirse.
- Hay que andar con cuidados por estas calles... Las veredas viste lo que son. - me dijo, como si nos hubieramos viste ayer.
- Hola ¿como andás? - terminé de agarrar mis cosas y me quedé parada cual momia, apretando los cuadernos contra mi pecho, para que no se me vuelen de nuevo. “Mmm... no estoy despapanante”, pensé.
- ¡Bien, muy bien! Vine a Buenos Aires por las vacaciones, me vuelvo en dos semanas. Que gusto encontrarte. ¿Estás apurada, querés tomar un café?
La posibilidad allí estaba. Me sonreía con esa expresión que tanto me había encantado antes. Siempre feliz, sin mayores problemas y seguro de sí mismo. Estaba igual. Igual de atractivo, igual de interesante, igual de pícaro. La que había cambiado era yo.
Me reí. Y decliné la invitación. Lo único que me urgía era llamarla a mi amiga para contarle lo que había pasado.
Por Laura Brizuela
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