viernes, 25 de julio de 2008

¡Que bronca y que alegría!


Sábado por la noche. Plan: cena con un amigo al que le tengo ganas hace años.
Por primera vez planeamos estar a solas. “Para charlar de nuestras cosas”, me dijo M por teléfono.
Nos encontramos en Palermo, por ahí hay un lugar que a él le gusta mucho.
Cuando estábamos en lo mejor de la conversación, me dijo lo linda que estaba, que debería arreglarme más seguido y que debería usar el pelo suelto siempre. “Me encanta tu pelo”, me dijo casi en susurros. Y yo casi me desmayo.
Tampoco me quedé atrás. Elogié su astucia, su humor y el look casual que lucía.
Él me miraba divertido, pero cuando yo estaba en lo mejor de la seducción vi como sus ojos se desorbitaban.
Contoneando las caderas apareció en escena una compañera de trabajo al que él le tiene ganas hace años. La perra estaba divina, con un vestido ajustado, la cintura chiquita y las piernas que clamaban por miradas. Mi amigo no disimuló y en seguida, como si se tratara de una emergencia, se paró para saludarla.
Ella, a sabiendas de su poder, sonrió y me observó altiva. En ese momento recuerdo patente que pensé que la bobalicona esa era una pelotuda y mi amigo un calentón.
La yegua dijo que estaba esperando a su papá (Si claro) y M le ofreció una silla hasta que llegara. ¿Pueden creer que aceptó? Por supuesto me indigné. Porque yo no me enojo, me indigno directamente. Me carcomía la bronca, los celos, la ira y la impaciencia. Sólo masticaba la ensalada, rumiando las hojas hasta que sentí salir de mi boca un líquido verde, completamente psiquiátrica.
Mientras tanto ellos se pusieron a conversar alegremente. La chica se emocionó, perdió noción del tiempo y al ver que su padre no llegaba le pidió al mozo un “platito”. ¡Qué bronca!
Yo ni la escuchaba, porque ahora hablaba sola, con la boca abierta y diciendo pelotudeces a toda máquina.
M la miraba babeándose.
Finalmente un hombre sesentón viene a nuestra mesa. “¿Por qué no se acomoda? Total, ya que estamos...”, le digo. No le cayó bien mi comentario y rápidamente se llevó a la chica del vestido.
Ella lo saludaba a M con la manito en alto como si estuviera despidiéndose de un micro en Retiro. Mi amigo le sonrió.

- ¿Te das cuenta? Uno no puede ser amable en esta vida. Resultó boluda... Era mejor cuando no hablaba. - dijo M a modo de descubrimiento.
- Aja.
- Por suerte volvemos a estar vos y yo. Te estaba diciendo cuanto me gusta tu pelo suelto y vos estabas admirando mi inteligencia. ¿Seguimos en eso o vamos directamente al beso?

Y me enamoré. ¡Qué alegría! Una vez más...

Por Laura Brizuela

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ay, los celos. Ese querer y no querer, ese saber y no querer saber.