Todo se mezclaba. Los colores, olores, sensaciones. No sabía si era un adiós o un hasta luego, pero presentía que pasaría mucho tiempo antes de volver a verte. Mis maletas pesaban tanto como esa vida que construí junto a ti. Los rostros taciturnos se ocultaban. Te abrazaba tratando de escuchar alguna palabra que detuviera mi paso, una pista que me indicara que aún querías mi presencia. Yo preferí el silencio. Intentaba que los gestos mostraran mi ebullición interna, mis descalabro mental, mi quiebre emotivo.
Tú no hacías más que mirarme. No emitías palabras, sonidos.
Como un reflejo opaco de mi pasado, empecé a recorrer cada segundo. Respiraba y el aire me llevaba a vivires, soñares, paseares.
Un taxista gordo esperaba por mí. Parecía entender que las despedidas son largas. Yo bajaba la vista, intentaba no mostrar que mis ojos mojados sentían algo de dolor. Y lo disminuyo a algo porque hoy será mejor pensar que fue inútil, pasajero, insignificante.
Cuando finalmente me desprendí de tus brazos y de tus aires, subí al taxi, pedí que me llevará a Ezeiza. Sin saber por qué le permití a mis lágrimas que siguieran el camino que buscaban horas atrás. Así como ellas empezaron a correr, Buenos Aires decidió también mostrarme algo de su amor. Desde el cielo y al unísono sus lágrimas también empezaron a llenar toda la ciudad. Fue un llanto nuestro, largo, fuerte como el de un niño.
Llegamos a Ezeiza, ambos –la capital y yo-, respiramos hondo, nos calmamos, no quisimos. Dijimos hasta luego.
Tú no hacías más que mirarme. No emitías palabras, sonidos.
Como un reflejo opaco de mi pasado, empecé a recorrer cada segundo. Respiraba y el aire me llevaba a vivires, soñares, paseares.
Un taxista gordo esperaba por mí. Parecía entender que las despedidas son largas. Yo bajaba la vista, intentaba no mostrar que mis ojos mojados sentían algo de dolor. Y lo disminuyo a algo porque hoy será mejor pensar que fue inútil, pasajero, insignificante.
Cuando finalmente me desprendí de tus brazos y de tus aires, subí al taxi, pedí que me llevará a Ezeiza. Sin saber por qué le permití a mis lágrimas que siguieran el camino que buscaban horas atrás. Así como ellas empezaron a correr, Buenos Aires decidió también mostrarme algo de su amor. Desde el cielo y al unísono sus lágrimas también empezaron a llenar toda la ciudad. Fue un llanto nuestro, largo, fuerte como el de un niño.
Llegamos a Ezeiza, ambos –la capital y yo-, respiramos hondo, nos calmamos, no quisimos. Dijimos hasta luego.
Por Manuela Carcelén Espinosa
1 comentario:
mais lindo q baires só voce e o seu texto. =)
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